Una obra ceremonial que entrelaza iconografía de civilizaciones ancestrales para abrir un portal entre culturas y dimensiones sagradas. La silueta de Shiva, dios de la destrucción y regeneración, se erige como figura central observada por enigmáticos dogū, guardianes de barro del Japón neolítico. En el supramundo, la pirámide de Chichen Itzá se eleva, custodiada por Quetzalcóatl como serpiente celeste, mientras dos axolotl descansan en la base: símbolos de lo anfibio, lo mutable y lo eterno. Esta pieza representa un cruce de planos, donde el hinduismo, el pensamiento mesoamericano y lo japonés convergen dentro de Tlalticpac como un acto de alquimia espiritual y estética.