Tlalticpac —del náhuatl tlalli (“tierra”) e ikpak (“sobre”)— no es un lugar. Es una herida abierta en el tejido de la realidad. Una mitología ficticia que emerge no del origen, sino del vacío. Un mapa simbólico compuesto de ruinas que aún no han ocurrido, de dioses que nunca fueron adorados, de lenguas que nadie habló, pero que resuenan como ecos en el inconsciente colectivo.
Este universo se articula en cinco regiones arquetípicas, cada una una condensación simbólica de culturas ancestrales, elementos primordiales y lenguajes perdidos. Pero Tlalticpac no es solo un mundo, sino un ecosistema de fuerzas en tensión, un sistema de transformación donde cada región cumple un papel ontológico:
- Yum Kaax (Tierra) – La Raíz: – El conocimiento enterrado y la memoria eterna. Inspiraciones: celta, nipona, astrología, naturaleza mágica.
- Ha’ (Agua) – El Flujo: El agua como transmisora de recuerdos. Inspiraciones: mayas, polinesios, Zoras, Atlántida.
- Vayú (Viento) – El Delirio: Fragmentación del cosmos. El origen del caos y la distorsión. Inspiraciones: Sheikas, inuit, islam, ilusiones, sueños.
- Balam Ku (Fuego) – La Transformación: La renovación a través de la destrucción. Inspiraciones: aztecas, toltecas, reptiles, joyería ostentosa
- Vajrapani (Rayo) – La Fulguración: No surgió del colapso. Es la energía eterna revelada por él. Inspiraciones: cyberpunk, budismo, civilización tipo III.
¿Por qué construir un mundo así?
Porque, como escribió Walter Benjamin, «la verdadera tradición se transmite no como herencia, sino como una chispa en el instante del peligro» (Tesis sobre la historia, 1940). Hoy, ese peligro es el olvido. El simulacro. La estetización superficial de lo sagrado.
Tlalticpac surge como resistencia ante la hiperrealidad: un intento de recuperar la potencia mitopoética del arte sin caer en la trampa del espectáculo.
Jean Baudrillard advirtió que en nuestra era “los signos ya no remiten a ningún referente, sino a otros signos en un bucle interminable” (Cultura y simulacro, 1981). Frente a eso, Tlalticpac propone una ficción con alma, una mentira verdadera, donde cada pieza cerámica es un testimonio de lo no ocurrido pero necesario.
Claude Lévi-Strauss sostenía que el mito no es una historia, sino una estructura que sobrevive al relato. Aquí, los arquetipos no se citan, se reconfiguran. Cada escultura, mural o urna ritual es un símbolo resignificado, una interfaz entre lo arcaico y lo porvenir.
Martin Heidegger nos recuerda que el arte auténtico “abre un mundo”. No ilustra: revela (El origen de la obra de arte, 1935–37). Tlalticpac no ilustra mitos. Es un mito. Uno nuevo, lleno de contradicciones y fracturas, como el tiempo que habitamos.
Peter Sloterdijk, en Esferas, describía la cultura como burbujas simbólicas en constante colapso y regeneración. Tlalticpac es una de esas burbujas: artificial, sí, pero también urgente. Una esponja de símbolos que absorbe lo que ha sido olvidado y lo expulsa como mito nuevo.
Este no es un proyecto de ficción.
Es una arqueología de lo que nunca fue, pero siempre estuvo ahí.
Un simulacro que exige ser habitado.
Una ficción sagrada para tiempos descompuestos.
